ORGANIZARSE Y APRENDER A QUERERSE: MARÍA BECERRA
MARIA BECERRA
x Puntada con Hilo
Se separó hace cuatro años a raíz de que su marido la maltrataba. Hasta hoy, tanto ella como sus hijos enfrentan las secuelas de la violencia familiar.
Su historia viene de muy atrás: fue una niña golpeada.
«Pasé de un maltrato a otro, llegué a aceptar la violencia como forma de vida», reflexiona.
Tiene 42 años y cuatro hijos. Tuvo cinco, pero una murió de leucemia en la infancia.
«Cuando murió mi niña mi esposo me culpaba, yo estaba acostumbrada a eso, pero esa vez fue diferente, por primera vez sentí que era cruel».
Organizarse y aprender a quererse
Vive en la Población La Chimba, en Conchalí, donde es dirigenta vecinal desde hace diez años. También es monitora infantil y realiza los Talleres de Autoestima para Niñas y Niños de su población, «para que ellos nunca acepten ser menoscabados», declara.
Llegó hasta cuarto básico, pero puede ayudar a sus hijos en matemáticas, sabe de primeros de auxilios y de cuidados de ancianos. Incesablemente ha participado en cursos que han brindado en su comunidad diversas organizaciones de mujeres, cristianas y gubernamentales.
El camino fue largo: «Yo era una mujer callada, dedicada a mis hijos y a mi casa. Un día que estaba lloviendo muy fuerte no tenía pan ni dinero. Salí a la calle buscando no sé qué. Yo no conocía a nadie. Esto era todavía campamento -hace como 15 años-, vi a un grupo de gente conversando en la esquina y me acerqué. Me encontré con Jorge y Mary Lincoleo, dirigentes sociales. Me invitaron a su casa a tomar té y me sentí bien, porque me tomaron en cuenta. Me pidieron mi opinión y organizamos una olla común.
No me separé nunca más de esa organización. En ella aprendí a conversar, a dar ideas y a quererme, a ser la María Becerra que soy ahora».
La violencia no se erradica de un golpe
«Me costó mucho desarrollar la autoestima, porque estaba acostumbrada a los golpes que se le dan a alguien sin valor.
Llegué a convencerme de que era mala. A veces pensaba que él debía tener alguna razón para pegarme, que tal vez yo no estaba cumpliendo como debía…
Cuando se emborrachaba, me insultaba. Me decía: desvístete para revisarte, insinuando que me habría acostado con otros… ¡Cosas tan humillantes que todavía me hieren! No recuerdo los golpes, pero las ofensas las tengo grabadas.
Yo no conversaba sobre el maltrato con otras personas, sentía que estaba sola, que a nadie más le pasaba eso.
De a poco fui entendiendo que yo valía y descubrí que ninguna persona, ningún ser, merece ser maltratado.
Comencé a rebelarme; nos golpeábamos ambos. Te pego o me pegas, te mato o me matas. Así vivíamos. Mis niños sufrían. Ahora en cambio, es rico tomarse una tacita de té tranquilos, sin miedo de que llegue y nos agreda».
Sin embargo, la violencia vivida no se borra fácilmente. Y, aunque ya no hay golpes, quedan los traumas. En la actualidad el hijo de catorce años de María está tratando de dejar la adicción al neoprén.
La sicóloga que lo trata, por un programa de rehabilitación de la ONG (Organización No Gubernamental) La Caleta, dice que el niño está sufriendo los resultados de la Violencia Familiar. María está conciente de ello: «La violencia se reproduce. En mi niñez fui muy golpeada por mi madre, la que a su vez vivió una vida difícil. Me casé con un hombre maltratador, a veces yo misma me pongo violenta y mi hijo se refugia en la droga».
Criadas ‘para la casa’ o ‘malas’
«La gente me hacía sentir que yo era ‘huacha’. Yo culpaba a mi madre por tener varios hombres. A partir de eso traté de ser muy buena, de ser lo que se entiende por mujer decente y sumisa.
Me casé porque desde muy joven comencé a trabajar de empleada doméstica, no tenía hogar y quería tenerlo, quería levantarme tarde, tomar desayuno en la cama, recibir afecto y respeto. Cosas que me faltaron desde chica y creí que casándome iba a conseguirlas.
Yo pensaba que mi marido tenía derechos sobre mí.
Mi mundo era lavar, planchar, hacer la comida, ver televisión. No me arreglaba, me había olvidado de mí.
Cuando no aguanté más, pensé hasta en irme de la casa, pero quería estar con mis hijos.
Logré que se fuera a cuidar a su madre viuda hasta que se quedó allá.
Entonces encontré a otro compañero y le conté a mis hijos. Ellos me apoyaron. Me sentí muy fuerte por ser capaz de tanto.
Para la gente yo soy una mala mujer, una que se ríe en la fila. Pero no dejo entrar en esa parte de mi vida a quien no le corresponde».
Decidida a ser feliz
«Ahora tengo la casa que siempre soñé. Y eso fue gracias a la organización. Fue un proyecto que organizamos las mujeres de acá y que llamamos Construyendo la Esperanza. Hicimos con nuestras propias manos 39 viviendas.
Antes vivía en una mediagua de 6X3 en este mismo sitio, era bien pobre, ahora me siento millonaria en una casa de concreto.
Estoy en un momento de mi vida en que busco fortalecer la relación con mis hijos. Hago mucho por la comunidad y quiero aplicar eso en mi casa.
Mi hija mayor, de 20 años, acaba de terminar su cuarto medio. La de 17, se va a recibir de diseñadora. El más chico va bien en la escuela, pero el ‘neo’ ronda mi casa, mi hijo de 14 tiene problemas. Por eso estamos toda la familia en terapia en La Caleta. Estoy decidida a ser feliz».
FUENTE: PUNTADA CON HILO, AÑO 1, Nº 1, AGOSTO 1994